domingo, 15 de noviembre de 2009

Capítulo 2

Esa noche rebullía una y otra vez en sus inquietos pensamientos, no lograba concentrarse en las letras, que eran las únicas que le regalaban un poco de paz, y por qué no, alguna sonrisa de satisfacción. Ella, Lucía, siempre había dado tumbos en sus pasos de vida estudiantil, los años pasaban sin pena ni gloria, cada vez le era más difícil escoger un camino, sin embargo no lo pensaba mucho, hasta que un día es tarde y no hay marcha atrás. El día que recibió el título respiró hondo, como si hubiese llegado al final del camino y se encontrase extasiada, realmente estaba feliz, en cierto modo, ya que por fin comprendió que su destino era amar las letras, y eso lo sabía alguien de muy buena tinta.
Hoy volvió a recordar ese pasaje de su vida, esbozó una leve sonrisa de nostalgia. Estaba al teclado de su vieja máquina de escribir, una preciosa Underwood que le había regalado su padre al finalizar sus estudios. Él intuía que su hija acabaría enamorada de las filologías cuando “accidentalmente” leyó un cuaderno que ella siempre llevaba encima, una especie de diario que ella había apodado como su “Diario del lector”, a Lucía le apasionaba leer y en ese pequeño cuaderno anotaba todo aquello que llamaba su atención, palabras, citas, párrafos, impresiones sobre lo leído y todo aquello que consideraba oportuno. José, su padre, comprendió entonces porque cada vez escribía mejor, su impresión era como estar leyendo un libro, escrito a manos de un famoso letrado. No pudo reprimir una lágrima, él siempre habría querido que su niña fuese una areté en ese conspicuo mundo.
Lucía sabía que su padre era un admirador, eso sí, totalmente secreto, de su “Diario del lector”, y a escondidas ella también era una admiradora, pero de su sonrisa, la sensación que la invadía al ver a su padre llorar de emoción con sus humildes escritos la elevaba al mismo paraíso, siempre le adoró…Hasta que se fue.
La dejó sola, sola en espíritu porque aun estaba su madre, pero ahora se había ido su adorado padre, fue el día en que perdió la sonrisa y le dio la espalda al mundo. Sus lágrimas inundaron los corazones de todos los allí presentes y la tristeza de sus ojos entumecía el ambiente. Era un frío y triste día de invierno, las cosas más tristes siempre ocurren en invierno, quizás con la esperanza de poder calentar el alma en un fuego impetuoso. Los días transcurrían monótonos y grises, el color de la casa se había ido perdiendo y la alegría al unísono.
Vivían en una modesta casa de tres pisos en el centro de Segovia, en la calle de San Francisco número veintidós. La primera planta era un enorme recibidor perfectamente equilibrado por el gusto modernista de Catalina, madre de Lucía, muebles de madera suavemente ondulados que invitaban a escuchar las olas del mar, relajando los sentidos. Catalina era y es, aficionada a la decoración de interiores, y su casa era el perfecto espejo de sus caprichos. La casa a primera vista daba la sensación de un palacio aristocrático e incluso señorial, en apariencia, puesto que la familia económicamente hablando era modesta. José siempre había invertido su salario en el sueño de su esposa, no era abundante, pero con paciencia y las dotes ahorrativas de catalina pudieron levantar el imperio modernista en el que se había ido convirtiendo la casa a lo largo de los años.
Sin embargo, la casa ahora tenía un aspecto luctuoso, Lucía había llenado cada rincón de dolor, apenas lloraba, pero su alma zigzageaba por los poros de las paredes como la hiedra, rellenándolo todo de profunda tristeza, su cara estaba petrificada, no había señales de alegría, ni de dolor, totalmente inexpresiva.
Aquellos días, meses e incluso años condenaron al envejecimiento precoz a Catalina, al igual que los ríos erosionan a su paso el relieve, el dolor y las lágrimas cavaron surcos en su piel desprendiendo soledad a raudales. Sintió la muerte de su marido, pero lo que más perforó su corazón fue la imagen de Lucía muriendo en el transcurso del tiempo, el eco de las carcajadas ya no retumbaba en sus oídos y el silencio empezaba a apoderarse de ella.
Solo podía hacer una cosa, la idea incluso la hizo sonreír, y sin más preámbulos ascendió al tercer piso y recordó que en el trastero acumulaba polvo la vieja Underwood, bajó al luminoso salón y la dejó caer en la mesa de cristal. Lucía escuchó un estruendo metálico muy familiar, cuando se percató de la presencia su madre emitió un quejido que sorprendió a Catalina, ésta estaba desempolvando la vieja máquina y esbozo una sonrisa confidencial a su hija. La propuesta de Catalina era una vía de escape, Lucía necesitaba desprenderse de la carga que estaba acumulando en su joven vida y su madre le devolvió la ilusión, fue así como Lucía dio su particular homenaje a su padre, volvió a escribir, desahogó sus más profundos sentimientos en cada tecla pulsada, retomó su “Diario del lector” y no dejó de escribir un solo día.
Poco a poco la escena familiar retomó luz y color, con el recuerdo permanente consiguieron salir adelante. Lucía todavía era una muchacha joven, de corazón joven y más fácil de regenerar. Catalina sufrió sin perdón el paso de los años, no era vieja, pero en sus facciones se multiplicaba la edad. Su hija consiguió trabajar en una librería a media jornada por las mañanas, por la tarde se dedicaba a escribir columnas para un conocido periódico. Con lo que Lucía ganaba y los extras de catalina en sus esporádicas decoraciones en la ciudad volvían a vivir modestamente.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Capítulo 1

Se acercaba una noche hostil, el viento azotaba las hojas con fuerza. El cielo comenzaba a plañir su lienzo con lanzadas azuladas y púrpuras, la hojarasca se reflejaba en la mirada vacía de los transeúntes. Ella, sin embargo, caminaba con el sol en las manos y los rayos dorándose en sus ojos, miraba al cielo como si estuviese sentada al amanecer de la felicidad, creyendo en esperanzas e ilusiones que la hacían respirar.
Él, creía que aún seguía en este infame mundo por azar, que la vida ya no le regalaba nada bueno y todas las puertas se cerraban a su camino. Enfundado en su gabardina grisácea vagabundeaba por la vereda, sin más escusa que la de pasear el caparazón de su alma, aún así, se apreciaba un brillo aquejado y perdido pero especial y misterioso en su mirada azul cielo.
Ella, le sonreía a la vida, aunque ésta no le hubiera sonreído a ella gratamente. Su corazón permanecía en standby, náufrago en algún charco, la suerte no había querido mirarla a la cara, pero ella aún creía en el amor y en encontrar a alguien que verdaderamente la hiciese sentir especial, como en los cuentos.
Él, no veía más que polvo en sus entrañas, la vida como mucho se había dignado a guiñarle un ojo o a sonreírle tímidamente, pero el amor le había dado la espalda completamente, ni había reparado en su presencia y se había cansado de sufrir y de esperar. Aún no había encontrado a nadie que apreciase el verdadero y maravilloso brillo que emanaba de él.
El destino es caprichoso y a veces es como un niño que juega a ser feliz, se estaba aburriendo demasiado y su atención reparó en sus vidas anónimas, diferentes, dispares, pero igualmente entrelazadas al azar. Él, Ella y el destino, todavía estaban por cruzarse.
-¡Eh! -exclamó Él- Debería andar con piés de plomo en vez de volar sobre los escaparates.
-¿Cómo? Perdone aquí el despistado fue usted -dijo Ella dudosa y preocupada- ¿Y esa cara? ¿Tanto le dolió el tacón?
-Tranquila que apenas me rozó, esta cara es la que tengo ¿qué le pasa?
-No nada, pero… ¿Por qué en su cara se dibuja la tristeza?
-No creo que le importe, solo soy una simple sombra más en esta ciudad; Usted una cara bonita, buenas noches.
Ella, no contenta con su indiferencia y esa actitud ácida, se vio sorprendida por un impulso desconocido que le llevó a indagar en aquel extraño a la intemperie de la noche que cruzaba la calle con la mirada clavada en el asfalto. Se percató de aquel brillo en sus ojos, de sus rasgos de melancolía y no pudo dejarle marchar.
-Oiga ¿Y ahora que problema tiene? Debería de volver a su casa. Es tarde.
-¿Quiere quedarse aquí sin más compañía que la luna?, ¿Así en blanco y negro?
La cara de Él se observaba con más claridad y algo más nítida, ella le sostuvo la mirada sin pestañear, bajo un lánguido silencio, invadida por un sentimiento de culpa y curiosidad.
Dentro de ellos corría el destino riendo a carcajadas.
Él sin saber que hacer deslizó el brazo saliendo de su mirada y huyendo de la mano que le retenía. Se dio media vuelta y la dejó contemplándole a su espalda. Sin saber que pensar caminó por las estrechas calles de la Gran Vía durante un par de horas habiendo perdido la noción del tiempo y el espacio. Sus órbitas se disparaban en todas direcciones preso de la confusión, el desconcierto, y el natural pero embriagador olor de su piel.
Ella se quedó inmóvil frente al mismo escaparate, ya cerrado, mirando su propio reflejo y escrutando su expresión atónita. Él desprendía algo extraño pero cautivador que había servido de telaraña, en la cuál su mano había quedado enredada sin remedio y sin ánimos de querer escapar de las fauces del caprichoso destino.